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Cuáles son las consecuencias de que el abogado no facilite el teléfono móvil particular al cliente
¿Detrás de estos comportamientos hay gandulería o no?
Hubo un tiempo en que el teléfono móvil era un espacio estrictamente privado. Un objeto personal, ajeno al trabajo, reservado para la familia y los amigos. Ese tiempo terminó hace años. Hoy el móvil y especialmente WhatsApp es una herramienta profesional básica en casi todos los sectores. Y en la abogacía, más que en muchos otros, ya no es una opción: es una expectativa del cliente.
Sin embargo, en los últimos tiempos ha surgido una corriente curiosa dentro del sector legal. Algunos abogados, incluso con cierto orgullo, presumen de no dar su número personal a los clientes. “Mi vida privada es sagrada”, dicen. “El cliente que llame al despacho”, añaden. “Fuera del horario laboral, no atiendo”.
Este planteamiento puede ser perfectamente respetable en otros ámbitos profesionales. Pero en la abogacía, sencillamente, no funciona.
La relación abogada–cliente no es una relación administrativa; es una relación de confianza. El cliente no compra un producto estandarizado, compra tranquilidad, compromiso y la sensación de que alguien se hace cargo de su problema. Y esa sensación empieza mucho antes del juicio o del contrato: empieza en el primer contacto.
Cuando un abogado consigue un nuevo cliente y le entrega una tarjeta con un número fijo del despacho, sin móvil, el mensaje implícito es demoledor: “No te acerques demasiado. Hay límites claros. Yo marco la distancia”. Es, en términos comerciales y humanos, una mala entrada. Es poner una barrera en el mismo momento en que debería construirse cercanía, es como decían algunos clientes para salir corriendo.
Puede que ese cliente no se vaya de inmediato. Puede que haya llegado por compromiso, por recomendación o porque no tenía otra opción rápida. Pero las probabilidades de que, con la primera fricción, busque otro abogado son altísimas. Y las posibilidades de que recomiende a ese profesional a terceros son prácticamente nulas. En un mercado donde la referencia personal sigue siendo clave, eso es letal.
Conviene decirlo con claridad: la abogacía no es una profesión para quien prioriza sistemáticamente el ocio, la comodidad o la desconexión total. No es una crítica moral; es una constatación profesional. Es una actividad exigente, comprometida y, muchas veces, invasiva. El cliente no tiene problemas de 9 a 14 y de 16 a 18. Los problemas legales aparecen cuando aparecen. Y quien ejerce esta profesión debe asumirlo. Dar el número de móvil no significa estar esclavizado 24/7. Significa algo mucho más sencillo y mucho más poderoso: transmitir al cliente que no está solo, que hay alguien al otro lado y que su asunto importa. En la práctica, la mayoría de los clientes no abusan. Y cuando alguno lo hace, existen formas maduras de reconducir horarios y expectativas. Pero no dar el número desde el principio es una declaración de desapego.
El abogado que triunfa hoy no es necesariamente el más brillante técnicamente, aunque eso sea importante, sino el que combina competencia con disponibilidad razonable, empatía y compromiso visible. El cliente tolera honorarios altos, procesos largos y resultados inciertos. Lo que no tolera es sentir que molesta.
Por eso, este discurso de “mi vida privada es intocable y el cliente que se adapte” suele acabar mal en el sector legal. No porque sea ilegítimo querer límites, sino porque la forma de plantearlos es incompatible con la naturaleza del servicio jurídico. Quien busca una profesión con horarios blindados y distancia emocional haría bien en elegir otro sector. La abogacía, históricamente, nunca ha sido eso.
En definitiva, la abogacía no quiere gente no comprometida. Y el mercado, mucho menos. Dar el número de móvil no es una cesión humillante ni una rendición ante el cliente: es una inversión en confianza. Es decirle, sin palabras: “Estoy aquí. Me importa. Y voy a responder”. En un mundo jurídico cada vez más competitivo, ese gesto sencillo sigue marcando la diferencia entre el abogado que retiene clientes… y el que los pierde sin saber muy bien por qué.
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